La Dama de Fuego

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Ojalá no hubiese estado en la taberna aquella lluviosa noche, con mis compañeros de robo, escuchando a ese desconocido que vino a llenarnos las cabezas de malas ideas. Especialmente a mí. Me dejé embaucar por sus palabras y por su emocionada y convincente voz.
Soy un ladrón. No me arrepiento: lo he sido casi toda mi vida, y tengo mucha experiencia. Tanta, que hace varios años que tomé por costumbre cargar con dos sacos sobre los hombros, en lugar de uno. A mis colegas les hizo gracia y me pusieron el mote de “El Codicioso”. Lo prefiero antes que a mi verdadero nombre.
Esa noche, otro canalla se dejó caer en la taberna en la que siempre planeamos nuestros golpes, y nos habló de un lugar grande, abandonado… Y rebosante de tesoros, pero encantado. Todos nosotros somos nulos, lo que quiere decir que somos incapaces de hacer magia, y por eso nos dedicamos a robar. La hechicería nos espanta. No la conocemos y, dado que jamás podremos practicarla, cuanto más nos alejemos de ella, mejor.
—No, no —dijo aquel hombre con su voz raspada—, pero el sitio del que os hablo habrá perdido su energía mágica hace tiempo. Se llama El Palacio de Roca, y se encuentra al norte de aquí. Como os digo, todo el que me habla de ese lugar menciona la de objetos valiosos que tiene que contener. La única pega es que es difícil llegar a la cima de la montaña que lo sostiene. Pero alguno de vosotros sabrá escalar, ¿verdad?
Todos los demás me sonrieron a mí, burlones. Sí, es verdad, lo que mejor se me da es colarme por ventanas altas. A mayor altura, más débiles son las medidas de seguridad... Y mejores botines se encuentran, por supuesto. Así que mis ojos hicieron chiribitas. ¿Podría ser real?
Me convenció fácilmente. Los otros no querían oír hablar de magia, porque cada uno cargaba a sus espaldas con un puñado de experiencias horribles relacionadas con la brujería. Decidí ir al Palacio de Roca yo solo.

~

El viaje fue largo y aburrido. Estuve cinco días escondido en la despensa de un carro lleno de comida y cinco horas deambulando a pie por una zona árida y rocosa. Cuando por fin logré divisar el Palacio de Roca sobre una montaña alta y escarpada hacía varias horas que había anochecido.
Trepar resultó ser toda una aventura en la que en más de una ocasión resbalé y estuve a punto de despeñarme vivo. Por suerte llegué arriba de una pieza, y contemplé el edificio dejándome envolver por el silencio de la noche. Si no me lo hubiesen dicho, jamás hubiese adivinado que se trataba de un palacio. Un edificio enorme de base hexagonal con una torre tan alta que casi rasca las nubes… Y completamente gris. Sin vida, apagado, y con un aspecto de abandono terrible. Su estructura se conservaba sólida y no había señal de desgaste, pero parecía haberse echado a perder. La puerta principal estaba sellada, y una rápida inspección me reveló que no había más puertas. Había que seguir trepando.
Por suerte localicé una ventana abierta, así que extraje un gancho con una cuerda que guardaba en uno de los sacos y enseguida me colé adentro.
Lo primero que pude experimentar fue un olor a papel quemado muy tenue, casi imperceptible. Me encontraba en una gran sala en la que había un dibujo grabado en el suelo, una composición de círculos abstracta que no logré entender. Hacía frío. Comencé a investigar.
Era un lugar extraño y vacío. Grisáceo y cenizo, con muchos pasillos, habitaciones sin muebles y puertas cerradas por todos los lados. No había nada, salvo algunos marcos vacíos, espejos rotos y, de vez en cuando, algún que otro montón de madera astillada o carbonizada. Conforme avanzaba, mis sospechas acerca de que lo de los tesoros era mentira aumentaban. Tampoco sentía nada mágico o inusual, a excepción de una especie de silencio sutil, superior al de la noche, que sonaba extraño e incómodo. Mis pasos no hacían apenas ruido, y cada vez que abría una puerta entrecerrada no habría sabido decir si el chirrido que provocaba lo creaba mi imaginación.
Tras un buen rato merodeando sin encontrar nada de interés bajé por unas escaleras que me condujeron a un sótano con un ambiente vibrante que me sugirió que ahí sí había algo de magia funcionando todavía por allí. Y me topé con algo chocante, estremecedor.
Según descendía comencé a escuchar unos susurros amortiguados. Parecían ser de personas hablando, conversando con nerviosismo y secretismo. Una multitud de voces apagadas. No entendía ni una sola palabra y pensé en huir de ahí. Pero luego me dije que quizás fuese el lugar donde se escondía el tesoro del que tanto había hablado el hombre ese, y que esas voces eran un truco mágico para disuadir a los intrusos.
Y aterricé en un pasillo estrecho, de muros abruptos e irregulares. Algunos susurros cesaron de golpe nada más puse un pie ahí. Me di cuenta de que la pared era recta en realidad, pero estaba cubierta con cuerpos inmóviles. Parecían ser personas atrapadas ahí, intentando escapar de una pared que les engullía. Eran ellos los que estaban hablando, pero según se daban cuenta de mi presencia me miraban y se callaban. Todos mantenían una expresión fija de horror en el rostro. Apenas podían mover los labios y los ojos. El pasillo se extendía largamente a ambos lados y se curvaba de forma que no pudiera ver el final. No me atreví a estar un segundo más ahí, y subí.
Durante unos instantes dudé entre si saltar por la ventana por la que había entrado, volver a la taberna y explicarles a mis colegas que no había ningún tesoro y que me habían engañado, o subir a la torre, pues como ya os he dicho, a mayor altura mejores son los tesoros. La codicia venció al miedo.
La escalera de la torre era de caracol, como era de esperar. Las diversas plantas que tenía estaban conformadas por un pasillo con puertas que daban a diferentes habitaciones. Había estado mucho tiempo buscando sin parar, y estaba muy cansado de subir y bajar escaleras, así que me sentí muy recompensado cuando vi una habitación en la que había un montón de objetos extraños, sin duda encantados. Accesorios como collares, y guantes, y pequeñas esculturas de diversos materiales pétreos. Valdrían una fortuna. Metí unos cuantos en mis sacos, y seguí subiendo. Más arriba encontré joyas y oro, que también guardé. Después cristales luminosos y estanterías llenas de libros mágicos. Acabé encontrándome con habitaciones altísimas atestadas de oro, montañas de monedas, lingotes y otros objetos, como armaduras o vajillas. Alguien los había almacenado ahí con el paso del tiempo. Me fui percatando de que cada vez entraba más luz por las ventanas: estaba amaneciendo.
“Arriba está el mayor de los tesoros, seguro”, pensé. Estaba agotadísimo. Mis dos sacos estaban a rebosar y no sabría cómo me las ingeniaría para bajar la montaña con ellos. Con todo lo que había recolectado bastaría para no tener que mover un dedo el resto de mi vida. Pero no me detuve, me conozco y sé que jamás me habría perdonado no haberme permitido llegar a la última planta. Quería saber qué me esperaba.

~

El pasillo de la última planta era diferente. Todas las puertas estaban sólidamente cerradas… A excepción de la última, que tenía una cortina muy fina mecida por una suave brisa. En el suelo había una alfombra larga, polvorienta y raída. Me embargó una emoción muy fuerte. Había olvidado mantenerme sigiloso de lo que deseaba atravesar esa cortina. Sabía que el tesoro que habría allí tendría un valor incalculable. Avancé dando pasos rápidos mientras todo el contenido de mis sacos tintineaba alegremente.
Cuando finalmente aparté la cortina encontré algo que jamás habría esperado. La habitación era blanca. Podría limitarme a deciros que era de mármol blanco, y la imagen que tendríais sería muy parecida a la que tengo yo, pero me quedaría corto. El material del suelo y las paredes parecía el mismo que el del resto de la torre: la misma textura de piedra sólida… Pero purificada. Era un blanco superior a cualquiera que podáis imaginar. Ligeramente refractante. Indudablemente fruto de la magia. No existía material semejante en la naturaleza.
La habitación tenía forma hexagonal, al igual que la base del edificio. En cada cara de la pared había una ventana alta y sin cristales. Había varios muebles, todos igual de blancos: dos pequeños cofres cerrados, un elegante espejo de cuerpo entero, una cómoda, un armario… Y una cama grande y redonda.
Honestamente, os diré que cuando entré en la habitación no advertí nada de lo que os he descrito. Todos esos elementos los descubrí después, cuando tuve la ocasión de fijarme en ellos con detalle. Lo único que vi fue a una mujer completamente desnuda, tapada con una sábana fina y transparente que se ajustaba al contorno de su cuerpo, que dormía profundamente sobre esa cama.
Su piel era anaranjada, y brillaba, formando un tenue halo de luz alrededor de su cuerpo. Su cabello, desperdigado sobre la almohada, era cobrizo y oscuro, pero resplandecía encendiéndose y apagándose con unas palpitaciones tan delicadas como el flujo de un riachuelo, al ritmo de su respiración.
Esta imagen me impactó con muchísima más fuerza que la de la gente atrapada en la pared del sótano. Los sacos resbalaron por mi espalda y cayeron al suelo. No recuerdo que emitiesen ningún sonido al golpear.
Tampoco recuerdo aproximarme, pero cuando me quise dar cuenta estaba a su lado, contemplándola. Era muy bonita. Su rostro era dulce, sus labios finos estaban ligeramente entreabiertos, su nariz era pequeña y casi infantil, y sus pestañas eran largas y curvadas. Os parecerá raro, pero jamás he visto a una mujer desnuda con una mirada tan pura como la vi a ella en ese momento. No sentía deseos sexuales, ni siquiera amorosos, pero me moría por acariciarle su mejilla con el dedo.
Lo fui a hacer. Su temperatura corporal era superior a la de una persona normal. Cuando mi dedo se encontraba a escasos milímetros de su rostro, abrió sus ojos y nos miramos.
Ese instante se grabó en mi memoria sin perder ni un detalle. Si ahora cierro los ojos puedo revivirlo como si lo estuviese viendo, aquí, y ahora. Los iris de esta mujer eran naranjas, mucho más que su piel, y felinos. Estoy seguro de que no voy a ser capaz de describirlos, por mucho que lo intente, no hay manera. Eran fuego. Puro fuego, nada más que eso.
Pero sólo fue un instante. Enseguida se encorvó, tapó su desnudez con sus extremidades y se apartó de mí, asustada. Su mirada se centró en los dos sacos, y cuando volvió a mí había cambiado radicalmente. Ahora sus iris eran rojos, muy rojos, ardientes. Furia y destrucción. Su cabello se transformó en una enérgica llamarada. La inocente e indefensa mujer que dormía plácidamente en la cama se había convertido en un demonio enloquecido.
No quiero decir que dejó de ser bella, porque sería una gran mentira. Simplemente diré que de sentir una fascinación tan grande que me hizo olvidarme de que acababa de hacerme con el botín más grande que jamás lograría recolectar en toda mi vida, pasé a un terror angustioso y desesperado. En unos pocos segundos, menos de diez, menos de cinco, menos de dos. Con una voz dulce y potente al mismo tiempo, me preguntó:
—¿¡Quién eres!?
No respondí. En ese momento no podía hablar, me sentía paralizado e indefenso. Intenté tragar saliva, pero ni eso conseguí.
—Vienes a robarme, ¿verdad? Los valiosos tesoros de la Dama de Fuego, como siempre. ¿Es eso?
Balbucí. Logré tragar saliva, y emitir un sonido ininteligible. Seguramente habría echado a correr de haber sido capaz de decir algo con sentido. Se hartó.
Mi vida no pasó por delante de mis ojos, pero vislumbré la muerte a través de los suyos. Deseaba calcinarme, y sé que habría podido hacerlo. No lo hizo. En lugar de eso, me empujó hacia una de las paredes libres de ventanas, me golpeó contra ella y siguió empujando, hasta que noté que me hundía, que mi cuerpo dejaba de pertenecerme y que me fundía con el muro. Después, dejó de prestarme atención. Su pelo se tranquilizó progresivamente, pero siguió comportándose como las llamas, flotando e imitando la forma de una lengua de fuego. Se acercó a la cómoda y se puso un vestido rojo vivo y elegante, de falda holgada. Y finalmente cogió mis dos sacos y se fue por la puerta, con andares decididos y enfadados.
Y fue en ese momento cuando pude ver la habitación, entender que me había hecho lo mismo que a los del sótano, y sentirme la persona más desgraciada del mundo. Estaba atrapado, y nunca podría escapar de ahí.

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