El encantador de Altmore

Altmore es una ciudad mediana, situada en una zona costera y pantanosa. Muchos os dirán que es también lúgubre, caótica y, en general, poco interesante. Pero a mí me gustaba mucho. Yo hubiese dicho que tiene un aspecto misterioso, y que parece esconder miles de secretos.

Rara vez hace un día soleado. Los cielos permanecen encapotados, y aunque llueve copiosamente las nubes nunca llegan a disiparse del todo. A menudo hace mucho viento, y, por supuesto, frío. Qué queréis que os diga: yo soy de esas personas que prefieren el invierno al verano.

El mar es negro y embravecido. Hay miles de historias de marineros que han sido tragados por sus indomables aguas.

Sus edificios son grises, sobradamente altos y delgados, de tejados negros y puntiagudos. Muchos están cubiertos por una vegetación salvaje, fruto de la  humedad del ambiente. Las calles, pedregosas y musgosas, también se encuentran embarradas, así que hay que andar con cuidado de no resbalar.

Hay una cosa que me enamoró de esta ciudad. Por algún motivo gran parte de sus edificios se encuentran en el mar, y emergen de las oscuras aguas. Sus puertas empiezan a gran altura, debido a las mareas. Cruzar los delgados puentes de madera que los unen da un vértigo de espanto, pero es parte de su encanto.

~

Me llamo Samu, y soy un mago. Estuve cuatro años estudiando en La Escuela de Encantadores, una gran torre situada en la cima de una montaña. Escogí esa rama de la hechicería porque me fascinaba, y además me parecía de las menos peligrosas. Me considero una buena persona, y nunca usaría mi magia para hacer daño a otros.

¿Qué hacemos los encantadores? Básicamente, aportar o borrar cualidades mágicas a objetos cotidianos. Generalmente accesorios, prendas de vestir o herramientas. Dicho así suena fácil, pero es muy complicado, pues el proceso de aprendizaje exige una transformación radical de la mente. Duro, sí, aunque no tanto como lo hubiese sido estudiar la trata de maldiciones.

Existen muy pocas personas que sepan realmente enfrentarse a las maldiciones. Son formas de la magia muy violentas, dominadas por el odio, la envidia, el rencor… Sé que es un trabajo bien remunerado, pero siempre le he tenido mucho pánico. Además, aquellos que conocí que se especializaron en erradicar maldiciones acababan hechos polvo mentalmente: eran un atajo de nervios o directamente había algo que parecía haber muerto dentro de ellos.

Decidí instalarme en Altmore para vender mis encantamientos. No me recibieron con los brazos abiertos, la verdad. En esta zona son muy reticentes a la magia. De todas formas me compré una vivienda y adecué la planta de abajo para vender encantamientos.

Así que abrí la tienda, y durante varias semanas casi nadie acudió, con lo que las ganancias apenas me daban para comer. Los residentes de Altmore rechazaban mi negocio, y algunos intentaron boicotearlo e incluso expulsarme de la ciudad. Al cabo de un tiempo comenzaron a venir viajeros, que pedían cosas específicas y pagaban muy bien. Casi todos buscaban encantamientos protectores. Algunos querían cosas más específicas, como hechizos ignífugos o de invisibilidad, lo cual daba bastante más dinero. Y, de vez en cuando, algún espabilado me venía pidiendo cosas imposibles o peligrosas, a lo que, por supuesto, me negaba en redondo. Aunque pagasen una buena suma. Mis principios no me lo permitían.

Cada vez llegaban más viajeros a la ciudad. El dinero fluía en Altmore gracias a mí. Un cliente me contó que era el único encantador que había en más de cien kilómetros a la redonda. Los lugareños también vieron que sus negocios prosperaban gracias a mí, y varios de ellos acudieron a mí y me ayudaron.

¡Por fin me sentía acogido por la ciudad! Decidí que viviría ahí para siempre.

Por desgracia, el destino tenía preparado otro plan para mí.

~

Sólo hizo falta una noche para que todo por lo que había trabajado durante años se fuese al garete. Estaba a punto de cerrar el negocio e irme a echar una partida de cartas acompañada de una ronda de cerveza con mis colegas. Mientras guardaba el material de trabajo sentí, de pronto, una presencia detrás de mí, y me volteé.

Había un tipo en mi tienda. No había oído sonar la campanilla que había puesto en la puerta.

El individuo en cuestión era un hombre robusto. Llevaba un parche, un abrigo grueso y unas botas grandes y negras. Su cara daba auténtico miedo, enrojecida, marcada con miles de cicatrices. Su ojo izquierdo era pequeño y feroz, y su mandíbula, prominente y cubierta por una barba rala y andrajosa. Me sonrió, pero su forma de hacerlo me dio mala espina.

Me caí de espaldas y me golpeé contra el mostrador. Deseé haber estudiado hechizos defensivos, pero sólo sabía encantamientos. Me levanté. El desconocido no me ofreció ayuda para ponerme en pie.

—No se asuste, amigo mío —dijo, con una voz grave y ruda. No reconocí su acento. Era seseante y, de haber hablado en otro idioma, hubiese pensado que me estaba insultando.

Me miraba fijamente, como evaluándome, con su diminuto ojo casi cerrado. Se acariciaba la barbilla con suavidad. Imaginaba que era un cliente. En un primer momento le hubiese dicho que iba a cerrar y que volviese mañana, pero quizás fuese un cliente rico, o peligroso...

—¿Q-qué se le ofrece? —pese al titubeo inicial, logré mantener un tono despreocupado y servicial. El otro tipo no pareció darse cuenta, y no se anduvo por las ramas al responder:

—Eres Sam, el encantador, ¿no? Quisiera un encantamiento de fuego, a ser posible, de alta graduación.

¿Sam? Alguien le tenía que haber hablado de mí. Me relajé un tanto. Un encantamiento de fuego. Típico, a la gente le encanta el fuego. Con lo de la alta graduación se refería a una temperatura superior a los mil grados. Sería un hechizo sencillo y me daría bastante oro, seguramente. Pero desconfié, había algo en ese tipo que me ponía los pelos de punta:

—Claro, en principio no habría ningún… —me atraganté, por los nervios—. Ningún problema. Pero tendría que verlo.

Sonrió otra vez. La misma sonrisa cruel. No sería tan sencillo. Extrajo una caja de madera rectangular y alargada, y la abrió con sumo cuidado. Dentro había…

Ahogué un grito. El cliente me miró, sobresaltado.

—Qué, qué pasa, ¿Eh?

Había una daga. Era plateada, afilada y tenía una calavera en la empuñadura. Era uno de los objetos que categorizo como peligrosos. Sin embargo, ese no era, en absoluto, el problema.

Trataré de explicarme bien. Al estudiar magia hay que transformar la mente de una manera u otra, dependiendo de la doctrina que escojas. Con los encantamientos hay que aprender a leer los objetos, y los hechizos fijos. A través de la intuición se obtiene información específica sobre los objetos, como el modo en que fueron creados, sus materiales, y qué uso han recibido. También los encantamientos que tienen. Percibir todo esto es una habilidad que lleva un tiempo de práctica constante, pero finalmente acabas siendo capaz de hacerlo con un rápido vistazo.

Seré claro: esa daga había cometido crímenes. Había sido utilizada para amenazar gente. Había dañado personas. Y había asesinado. Lo sentí casi sin mirar, como un torrente de emociones, recuerdos vagos y sensaciones.

Pero eso no era lo peor. La daga estaba maldita.

No podía conocer la naturaleza de una maldición, pero sí identificarla. Las sensaciones que recorrían mi cuerpo con solo mirar a la daga eran desagradables y amenazadoras.

—No… no puedo —musité, trémulo. El otro no me oyó, y dijo:

—Quiero que, al sujetar la daga, le salgan llamas en la hoja. Que estalle en llamas, con un efecto espectacular. Que el fuego no funda el material, eso es muy importante. Tendrás que hacerla ignífuga, claro. ¿Me estás escuchando? ¿A dónde vas?

Mientras él hablaba me había ido alejando, temeroso. Me miró fijamente. No fui capaz de devolverle la mirada, pero sí de contestarle:

—No puedo hacer eso.

Se quedó muy quieto, como si le hubiese dado un guantazo, o le hubiese insultado.

—¿Cómo que no? Sé que vienes de La Escuela de Encantadores. La torre grande, sí. Oh, ya lo creo que puedes. Ahí no dejan entrar a mentecatos, y lo que te estoy pidiendo es una tontería. ¿Por qué no puedes, eh? Venga, dímelo.

Me acerqué a la daga, despacio. Fui a cogerla, pero teniéndola cerca ya sí que no cabía ninguna duda. Tenía una maldición poderosa. Me froté las manos, como si hubiesen tocado una suciedad repugnante. El simple hecho de tener ante mí este objeto representaba un grave riesgo para mi salud. Tomé aire, y le miré a su ojo, que me exigía respuestas.

—No… No entra en la lista de objetos con los que trabajo. Lo siento mucho.

Pero el tipo no se dio por vencido. Metió una mano en un bolsillo de su abrigo y extrajo una bolsa llena de monedas, que tintinearon cuando golpearon contra el mostrador.

—Ahí dentro hay mucho más oro del que te van a pagar jamás por un encantamiento tan simple. Si quieres, podrías hasta mudarte de esta apestosa ciudad. Ni siquiera tendrías que vender tu miserable tienda.

Sentía un sudor frío recorriendo mi espalda. Era una de las situaciones más complicadas a las que me había enfrentado jamás desde que llegué a Altmore. Si aceptaba el encargo, renunciaría a mis principios y además correría el peligro de ser afectado por la maldición. Si no lo aceptaba…

—¿Por qué no quieres? ¿Eh? ¿Por qué no?

Miré la bolsa de monedas. Era muy grande. Pero, en lo que a mí respectaba, ese oro estaba sucio. Decidí decir la verdad, las excusas baratas no me salvarían de esta:

—Está maldita. La daga está maldita. No trabajo con maldiciones.

Si llegué a decir la última palabra, no se oyó, porque el tipo golpeó el mostrador con fuerza y gritó:

—¡¿QUÉ MÁS DA?! ¡¡ESO NO IMPORTA!!

Su repentino mal humor me pilló por sorpresa. Casi me caigo otra vez. Los dos temblábamos. Él de furia, y yo, de miedo. Se hizo el silencio. Ambos estuvimos quietos, frente a frente. Podía oír su respiración agitada y los latidos de mi corazón. Aproveché para explicarle, de la manera más amable y firme que pudiese, mis motivos:

—E-es mi política de negocio. Las… Las maldiciones no entran en lo que yo…

Me interrumpió. Su voz pisó la mía y no pude hacer nada por mantener esa falsa firmeza:

—Al cuerno con tu política de negocio. ¿Sabes con quién te la estás jugando? Deberías poder darte cuenta, si tan listo eres como para ver que el puñal está maldito. Vas a encantármelo. O si no…

Ese sí que fue un silencio tenso. Me estaba amenazando.

—¿O si no…?

Se acercó mucho a mí. Apestaba a humo. Su iris era negro, con destellos rojizos. No era un ojo normal. Y entonces fue cuando dijo estas dos palabras:
 
—Te arrepentirás.

Llegados a este punto, tengo que explicar una serie de cosas. Desde el momento en que el tipo apareció en mi tienda, comprendí que tenía algún poder, y empecé a sopesar su nivel de magia. Tenía cara de bruto, así que quizás no fuese muy inteligente. Trabajaría para un brujo oscuro que le habría enseñado algunos truquitos para asustar e impresionar.

Cuando vi el cuidado con el que trataba la daga, y me explicó cómo tenía que hacer mi trabajo (como si no lo supiese yo lo suficientemente bien) supe que sabía algo de magia en serio. Quizás fuese peligroso. Los objetos malditos, hechos con rencor, saben cuándo son maltratados y reaccionan. Un tipo tan bruto no pone cuidado en nada, pero este fue especialmente delicado con la cuchilla.

En el momento en que dijo que sabía de qué escuela de magia venía dejé de considerar en la posibilidad de que trabajase para alguien. Eso ya sería un problema grave. Podría ser un hechicero de mi nivel, o más poderoso, incluso.

Pero con las últimas dos palabras, la mirada que puso, y la sensación que me transmitió, todo el conjunto, me quedó muy claro que no era un mago de pacotilla. ¿Habría sido quien maldijo la daga? En cualquier caso, no tendría nada que hacer contra él.

Me iba a arrepentir hiciese lo que hiciese, pero soy un cobarde de nacimiento. Es lo que hay.

—Está bien. Está bien. Veré qué puedo hacer.

Esa cruel sonrisa volvió a su rostro. Pero ahora había algo más. Le había hecho perder la paciencia a ese hombre. Se quedó un segundo mirándome, sin decir nada, pero dejándome claro que le había hecho perder un precioso tiempo que le iba a tener que pagar de una manera u otra. Y entonces soltó un áspero:

—Así me gusta. Volveré mañana.

Y salió de mi tienda, haciendo sonar la campanilla de la puerta. Fue en ese momento cuando me di cuenta de lo asustado que estaba. Todo mi cuerpo temblaba de manera incontrolable, y acudieron lágrimas a mis ojos, que dejé fluir libremente y empaparon mi cara. Sentía la presencia de la daga como si me estuviesen amenazando con ella. Percibía sus maldiciones y sabía en todo momento el lugar exacto en el que se encontraba.

Tendría que ponerme a trabajar toda la noche. No había cosa que me apeteciese menos, pero el miedo es siempre un buen motor.

~

Cuando me relajé un poco me puse manos a la obra. Utilicé unos guantes protectores que mantendrían a raya la maldición, extraje el puñal (que estaba helado, lo notaba incluso a través de los guantes) y lo coloqué sobre el mostrador. Sobre todo tenía que tratarla con mimo, por mucho asco y rabia que me diese.

Lo primero que hice fue añadirle la propiedad de la incombustión. Normalmente hubiese tardado unos minutos, pero como no podía concentrarme y mi miedo hacía que mi magia fuese insegura, estuve cosa de media hora con el dichoso encantamiento.

Después venía lo complicado, atribuirle lo que me había pedido. Pretendía terminar cuanto antes, para poder ir a descansar pronto, pero la cuchilla me puso a prueba.  

Como el encantamiento era de alta graduación no me servirían los conjuros de fuego que guardaba en mi inconsciente, así que tuve que hacer uso de un botecito de esencia ígnea para potenciar el efecto.

Unté el ungüento por toda la hoja y lo fijé con otro hechizo. Luego procedí a llevar a cabo la magia. Era una serie de procesos mentales bastante complejos cuyos conceptos no se pueden explicar con palabras. De haber sido otra circunstancia todo el procedimiento me hubiese llevado, a lo sumo, media hora. Pero el arma se resistía a ser encantada. Esquivaba mi magia. Tuve que quitarme los guantes y tocar el objeto de trabajo con las manos desnudas, lo cual era muy desagradable, y un error grave. Fue el miedo y la impaciencia lo que me indujo a tomar esa irresponsable decisión.

Los magos, y en especial los encantadores, trabajamos siempre desde el amor. Encantar siempre ha sido un placer para mí. Cuando lo hago, me siento como una abuelita entrañable tejiendo un gorrito de lana para que su nieto mantenga la cabeza caliente.

Pero en este caso no fue en absoluto así. Siempre que creía que había terminado descubría que el acabado era cutre e insatisfactorio, así que tenía que borrar todos los encantamientos y empezar de cero. Así tuve que repetir todo el proceso varias veces.

Con todo, estuve toda la noche trabajando. Al amanecer logré lo que ese hombre me había pedido: al sujetar la daga por la empuñadura la hoja estallaba en llamas, pero negras, sucias por la maldición. Lo di por bueno, de todas formas. Estaba agotado. Guardé el puñal en su caja y me fui a dormir.

Tuve un sueño realmente horrible. No era una pesadilla normal. Eran imágenes distorsionadas y oscuras, me sentía rodeado de muerte y de horrores inimaginables, criaturas monstruosas, demonios y fantasmas.

Al despertar me encontraba mucho más cansado. Me sentía sucio. Había desobedecido a mis principios básicos. Quise mantener mi cabeza ocupada, así que me puse a limpiar la tienda, en especial esos recovecos que siempre se encuentran fuera de mi alcance. Alguien me dijo una vez que una limpieza es el secreto para sentirse renovado.

Mientras pasaba el trapo por una estantería me sobresaltó un ruido a mi espalda. Me giré con violencia, y ahí estaba él, jugueteando con la daga peligrosamente.

—¡Bien hecho, bien hecho! Me gusta. Y el color de las llamas es todo un detalle.

No me miraba a mí mientras decía esas palabras, pero después, sí. Me volvió a sonreír. Detestaría el recuerdo de su cara durante el resto de mi vida. Era muy cruel. Fueron unos segundos muy tensos, y no apartó la mirada de mí mientras metía el puñal en la caja y se lo guardaba en el bolsillo. Finalmente susurró:

—Hasta la vista.

Y volvió a salir por la puerta, adentrándose en las neblinosas calles de Altmore. Respiré. Me fijé en la bolsa de monedas, que seguía sobre el mostrador. La abrí y la vacié por toda la mesa. ¡Era muchísimo dinero! Más del que habría esperado. Todo había terminado, y sentí una gran descarga de adrenalina fluyendo por mi cuerpo.

Porque todo había terminado, ¿verdad?

~

A partir de esa noche se repitieron las mismas pesadillas horribles. No hubo noche que pudiese dormir en paz. En todas estaba atrapado, muriendo lentamente sin remedio, asesinado por una manada de esqueletos, consumido en un fuego infernal o sumergido en un barro corrosivo.

Comprendí con el tiempo que, de alguna manera, estaba maldito. No sé si por causa del cliente o por tocar la daga con las manos desnudas, pero así fue. Cada día que me despertaba empapado en sudores fríos me daba más cuenta de esto.

Estar maldito es uno de los peores castigos que existen. La gente teme tanto las maldiciones que están prohibidas. Lo mantuve en secreto durante un tiempo, pero una noche me pasé bebiendo en la taberna y se lo confesé a mis dos colegas. Poco les importó: estábamos los tres como una cuba. Pero el tabernero no.

La noticia se extendió como la pólvora. Samu, el encantador, estaba maldito. Todo el mundo lo sabía. A los dos días el propio alcalde de la ciudad se presentó en mi casa, y, alegando que había recibido un número incontable de quejas por parte de los vecinos, me pidió seriamente que abandonase la ciudad lo más prontamente posible. No se lo discutí, no tenía nada que hacer.

El último vistazo que eché a Altmore, desde la parte de atrás de un carromato, me reveló la verdadera imagen de la ciudad: era fea, pantanosa y fría, con unos edificios demasiado altos y delgados, un ambiente lúgubre y poco agradable. No iba a poder volver ahí en la vida.

Ni pensaba intentarlo.

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